Perdida en Manhattan.

- Oye... -Susurró Omar, perdido entre las sábanas.
- Dime.
- Esto no se lo debemos contar a nadie.
- ¿Porqué no? Deja que la gente se muera de envidia. Pero envidia de la buena.
- No. Tú y yo tenemos que llevarnos mal. Porque si no, no tiene ninguna gracia.

No había luz, pero Omar se la imaginaba. Con las pequeñas pecas que sólo él era capaz de ver, y sus ojos. El verde más raro y bonito que había visto nunca.
La chica con la que había soñado siempre. Y la tenía ahí, suya por esa noche.

- Bueno, no pienses en eso ahora. Pero yo te digo que no me lo voy a callar. - Sonrió. Y Omar lo notó. Su sonrisa magnética clavada en su cara.

- ¿Y por qué no pueden salir de mi vida?
- Porque no saben vivir la suya.


Gracias.

Estoy esperando a que te des cuenta de que en realidad a nadie le importas. Sólo fingen.
Pero eres más estúpido de lo que yo me esperaba.
Tú tendrás la culpa de toda la vida que perderás. Al final acabarás volviéndote loco.

A veces te hecho tanto de menos que no lo soporto.

- Todo es posible esta noche.
- ¿Contamos las estrellas?
- La estrella eres tú.

No eres la única que tiene el corazón roto.
No te puedes aprovechar de eso.
No solo las chicas de sonrisa bonita saben sonreir.
No solo las chicas con el corazón intacto pueden amar.
Yo también veo lo que pasa ahí fuera y no tengo los ojos azules. Ni verdes.
El marrón también es bonito. No es impenetrable. Qué va.
Yo sigo siendo bajita aunque me ponga tacones. Y desde aquí abajo también se ve el cielo.
Y te mojas y te agobias cuando llueve. Y te tropiezas y te levantas y tropiezas.
Y te resbalas y te haces daño. Y te hacen daño.
También hay gente que te clava los tacones.
Y también hay gente estúpida que te pisotea y que no te deja levantarte.
Aquí también hay lunes. Y viernes.
Pero créeme, no tienes derecho a sentirte peor.
Tu mundo es igual que el mío.